Al llegar.
Sentado, con los codos reposando sobre las piernas abiertas y las manos sosteniendo su mentón ya enrojecido de tanta espera. Hasta las nalgas están con marcas rectangulares por debajo de esos jeans viejos y usados de más.
Han sido cuatro horas y aún se abstiene de reconocer la verdad. Prefiere seguir con la mentirilla para que no le empiecen a arder los ojos tan de día.
Reconocía toda la verdad. Su problema no era ingenuidad, sino hasta cierto punto incredulidad de lo más temerosa.
Cuatro horas y media, y la manecilla, en su prisa, no le da consuelo alguno. Piensa en irse tanto como en quedarse, el inconveniente que encuentra es el quebrantar que le causa por dentro esta clase de cosas. Cómo se le enfría y calienta el pecho y todas las emociones le suben y le bajan por la garganta haciéndole casi ahogarse a cada rato.
Natalia no llega y ya con la larga espera se hace más evidente que su ausencia no será aliviada, y no podrá calmar los escalofríos y las mareas con su suave y tenue aroma.
Aunque su esperanza no es de lo más grande, llega a ser una bocanada suficiente para tomar un respiro de entre las ráfagas y azules oscuros que le invaden la mente y por ello el cuerpo. Pensar que vendría, un motivo para buscar de nuevo el exterior, el que es lleno de fragancias y delicias y, mejor aún, de motivos y excusas para reconocer por ahí lo que se aparezca.
Encerrado en cien determinaciones y un kilómetro de lo que podría considerar únicamente como soledad, ni escucha ni oye lo que a un paso de distancia sucede.
La invitación y la insistencia de un puñado de ideas le han dejado ahora la cabeza flotante y el cuello rígido. Ni conoce a dónde ver, ni caminar. Tampoco reconoce lo que actúa en lo actual.
De entre lo lejano. De entre lo que no nota y no importa y mucho menos le alcanza a tocar ni la blandura más embadurnada del musculito demasiado ejercitado que le evita enhuecarse al pecho enardecido.
Sintiéndose de lo más humano, incumple las promesas tardías que se habrá hecho ya más de una vez y a lo mejor hará. Para crear cada vez, y de manera distinta, antítesis de posturas firmes, nada esporádicas, en contra de la prosa que le cobija el alma y el corazón y el pensamiento y toda obra que con sencillez realiza con aquella púa en la espalda y en el vientre dejándole la piel rojiza y sensible. Involucrándolo en todo lo de la pasión. La pasión inevitable ante las persistentes aproximaciones al mundo y, en especial, al reconocer a los demás.
Cambiando el ámbito en el que se divaga con un sinfín de pensares y, los aún más concurridos, malpensares, se disipan un poco los nubilosos campos del exterior y se cruza con algo de aterrarse y en tal medida, de cagarse en los pantalones que ya le han impreso su forma en la piel.
Un sentir de sentires, piensa ahora todo malpensar posible. Una oportunidad, una nueva excusa para retomar los versos abandonados entre la nulidad que halló entre la espera.
Es lo pardo de su color, impuestos a atraer de manera lejana a lo natural con su impacto artificial. Conseguir que cualquiera capaz de notar note, y que tan sólo alguno que otro permanezca perplejo.
Entre algunos y otros, los ojos que habían evitado ya por suficiente tiempo la amargura y la salinidad que les cambiaban el color, reflejando toda la desgracia que de manera tan subjetiva, alcanzaba tanta importancia, se han enardecido entre los vientos e iluminaciones que ni le inmutan más allá de los lisos y las nalgas. El pobre vulnerable, sin medición halla una delicadeza, una recalcitrada representación de lo que es bueno y de lo malo, que anhela y suspira por notar como bueno. Enmarcados entre largas pestañas, a las cuales se nota que la vanidad le había pasado por ellas, los ojos parecían únicos. No sólo jamás antes vistos, sino únicos entre todo lo que representaría su ser, su humanidad y su mujer. Una sola presencia de ojos y pestañas, de parpadeos demoradísimos y pestañeos danzantes plagados de lo que no es ni perfección ni mediocridad, solo repletos de ella. De lo que ella es y puede ser y, quién sabe, hasta lo mejor, ha sido.
Del ni caer en cuenta de cuán poco lo vaporoso persiste y cuánto se disipa, pareciera que las ráfagas de la voluntad propia, la más esencial y transparente, la que piensa sin pensar, y siente sintiendo más que cualquier sensación que se le cruce, se impulsa a sí mismo hacia el vacío de la emoción y del retorcijón del estómago, que difícilmente superará hasta que le ame todo lo que le tenga por amar. Hasta que desgaste todo manjar afectivo que cada cual hará hasta lo posible por saborear hasta el punto que ni provoque el clásico chupón de dedos. Hasta que la gloria sepa a mierda y los dulces se amarguen tras permanecer tanto tiempo a los calores del inagotable sol que le espera para acabar tan rápido como es posible con ellos.
Entre la incomodidad de lo inseguro, ya le estaba dando lo único que podía. Las caricias del muslo, subiéndole en deslices de sigilo gatuno y de ferocidad humana. Eso y mucho más le daba. Que entre mordiscos y firmes apretujones, le daba todo lo que tenía.
Fue entre rechinares de dientes y fuertes suspiros, que una vez más se le acercó aquel recuerdo, el que le condenó de manera tan arbitraria, tan prejuiciosa, tan exuberante de la ignorancia gracias al conocer del tema.
Que del conocer, cada vez reconoce menos.
Una fuertísima sensación de lo nuevo, lo desconocido. Siente que todo lo que habría por conocer es tan inmenso que jamás recorrerá todos los terrenos, algunos baldíos, otros de lo más llenos.
Ella le propone mucho más la continuación, el seguimiento de la línea de esta historia que, si acaso ya está escrita, permanece desconocida. Le propone, de resbalo en resbalo de sus manos con olor a todo menos a humano (huelen más bien como a perfección esos dedos que le rozan desde el cabello hasta la barba de afeite mediocre).
Parecieran infinitas esas curvas vías de delicadeza y deleite que Miguel, nuevamente, le acercan a la espera de algo que le desespere. Curvas que no le adornan sólo los ojos, ni los tentadores párpados de donde provienen, sino toda su verdad. Son las que la llenan de todo lo que Miguel ha encontrado como motivo de lanzarse a sí mismo desde su realidad, que difícilmente continuaría siendo real, hacia lo desconocido de ella. Componiéndola, la llenan de dignidad, belleza, instinto, pasión, ardor, calma y misterio (lo que le interesa a él sin saberlo en certeza).
Amando, o jugando a amar, o jugando a sobrellevarse a sí mismos, o tal vez siendo lo más humanos posibles, aunque por parte de ella le hacía falta el aroma de uno. El trance entre placeres le evita el cansancio del alma, que pareciera sestear tranquila mientras delega al cuerpo a hacer sus mandados necesarios para joderle a Miguel un poco la existencia.
Es en momentos como este que la satisfacción, los deseos y anhelos cumplidos no bastan para saciar el extraño apetito del pecho de Miguel. El vacío jamás lleno, y, a la vez, jamás con espacio alguno para lo que le puede llenar.
Ya habiendo ambos expropiado de sí de todas sus fuerzas, la rareza pareciera consumirse el aire que intentan respirar. La necesidad en apogeo, hasta limitar las palabras y los tactos, actuando como curadora de un arte cuya infinidad jamás permitiría su comprensión, llevaría hasta la inimitable evocación de honestidad y que, en su artesanía, es tan auténtica como pudieron ser las horas de humana exaltación que recién acabaron. Momentos y vivencias que llevarían, en su forma particular, a palpitar lo oscuro de Miguel.
Antonia, porque así dijo que se llamaba, porque su misterio adquirió nombre, es capaz de engendrar paradigmas para englobar a Miguel, de revolotear los ardores y las frialdades.
Con los labios tan cerca de la oreja que al moverlos se rozan, mientras le sostiene la cabeza junto a la suya y su pecho presiona sobre el de él, dice lo único, lo apropiado, lo que jamás le sobrará decir y sobrepasa su propia ambición – Te amo – en el susurro menos delicado para alimentar lo que Miguel es.
Pareciera que la oscuridad en su amargura conquistara toda la dulce miel de los ojos de Miguel, a la vez que la laguna se alimenta, y con el movimiento de sólo un lado de los gastados labios dice lo que nunca dice él, pero que esta vez cuenta sin palabras.
Andrés Salazar.